jueves, 29 de octubre de 2015

Sobre el Romanticismo

Reproduzco un par de textos que ayudan a pensar la mentalidad romántica desde el siglo XXI. Octavio Paz es el autor de uno de ellos: poeta, ensayista mexicano indispensable. El libro del que está sacado merece mucho la pena si queréis adentraros en el mundo de la poesía. Y el otro tiene que ver con Frankenstein.

         I

El romanticismo fue un movimiento literario, pero asimismo fue una moral, una erótica y una política. Si no fue una religión fue algo más que una estética y una filosofía: una manera de pensar, sentir, enamorarse, combatir, viajar.
Una manera de vivir y una manera de morir [véase Byron, Shelley o Keats].
Friedrich von Schlegel afirmó en uno de sus escritos programáticos que el romanticismo no sólo se proponía la disolución y la mezcla de los géneros literarios y las ideas de belleza sino que, por la acción contradictoria pero convergente de la imaginación y de la ironía, buscaba la fusión entre vida y poesía.
Y aún más: socializar la poesía.
El pensamiento romántico se despliega en dos direcciones que acaban por fundirse: la búsqueda de ese principio anterior que hace de la poesía el fundamento del lenguaje y, por tanto, de la sociedad; y la unión de ese principio con la vida histórica. Si la poesía ha sido el primer lenguaje de los hombres ―o si el lenguaje es en su esencia una operación poética que consiste en ver al mundo como un tejido de símbolos y de relaciones entre esos símbolos― cada sociedad está edificada sobre un poema; si la revolución de la edad moderna consiste en el movimiento de regreso de la sociedad a su origen, al pacto primordial de los iguales, esa revolución se confunde con la poesía.
Blake dijo: «Todos los hombres son iguales en el genio poético». De ahí que la poesía romántica pretenda ser también acción: un poema no solo es un objeto verbal sino que es una profesión de fe y un acto. Inclusive esta doctrina del «arte por el arte», que parece negar esta actitud, la confirma y la prolonga: más que una estética fue una ética, y aun, muchas veces, una religión y una política.


Octavio Paz, Los hijos del limo

      II

EL ROMANTICISMO COMO REACCIÓN A LA ILUSTRACIÓN

El siglo XVIII, el siglo de las luces, del racionalismo a ultranza, el siglo que combatió la superstición y divinizó la ciencia, ha muerto por fin. Los hombres han salido de él más frustrados, reprimidos e inexplicables que nunca. El hombre echa una mirada a su alrededor y no entiende nada, sólo sabe que sufre.
[...] A medida que la civilización avanza, el hombre se siente cada vez más alejado de sí mismo y experimenta en su propia carne la "infelicidad". Encerrado en las estrechas fronteras de una razón utilitaria y conformista, hecha a la medida de una burguesía que ve consolidar sus posiciones y que mide las conquistas humanas usando el patrón de su bolsillo, oprimido por todo tipo de convenciones sociales, religiosas o morales, el hombre siente cómo en su interior sigue abierto el pozo, cada vez más profundo, de la insatisfacción y el desasosiego.
Y la rebelión estalla. La juventud, nacida con el reciente siglo XIX en el seno de las mejores familias, enarbola la bandera de lo irracional se lanza a la creación de una de las reacciones vitales que más fecunda ha sido en el campo artístico y literario. De la ciencia esclerotizada y la mezquina razón dieciochesca nace el monstruo idealista, los suicidios precoces y el culto al mal que informan el romanticismo.
¿Un paso atrás en el devenir histórico? Aquellos sapientes y barbudos individuos dedicados con furor  la tarea de ordenar, clasificar y legalizarlo todo, aquellos sacrificados mártires de la ciencia empeñados en encontrar explicaciones racionales a todos los fenómenos, aquellos severos moralistas, dan paso a una generación que escupe su desprecio por las reglas, que maldice la normalidad y las buenas costumbres, lanzándose con pasión a explorar lo insólito, lo irracional y lo increíble.
Ciertamente, el tránsito del siglo XVIII al XIX es, al mismo tiempo, un paso de lo real a lo fantástico, de lo deducido a lo imaginado, de lo pensado a lo sentido, porque el hombre comienza a experimentar en sí mismo que lo real, lo deducido y lo pensado pueden ser, en resumidas cuentas, unas magníficas orejeras que le fuercen a mirar en una sola dirección, en la más conveniente —¿para quién?—, mientras le impiden la visión de regiones imprescindibles, sus propias regiones, los oscuros recovecos de su espíritu que un largo período de tabúes y restricciones ha ido poblando de telarañas y de monstruos.


[M. Serrat Crespo: "Introducción" a su ed. de Mary Shelley: Frankenstein, Bruguera (Barcelona, 1981), p. 7-8]

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