I
El romanticismo fue un movimiento
literario, pero asimismo fue una moral, una erótica y una política. Si no fue
una religión fue algo más que una estética y una filosofía: una manera de
pensar, sentir, enamorarse, combatir, viajar.
Una manera de vivir y una manera de
morir [véase Byron, Shelley o Keats].
Friedrich von Schlegel afirmó en uno de sus escritos
programáticos que el romanticismo no sólo se proponía la disolución y la mezcla
de los géneros literarios y las ideas de belleza sino que, por la acción
contradictoria pero convergente de la imaginación y de la ironía, buscaba la
fusión entre vida y poesía.
Y aún más: socializar la poesía.
El pensamiento romántico se
despliega en dos direcciones que acaban por fundirse: la búsqueda de ese
principio anterior que hace de la poesía el fundamento del lenguaje y, por
tanto, de la sociedad; y la unión de ese principio con la vida histórica. Si la
poesía ha sido el primer lenguaje de los hombres ―o si el lenguaje es en su
esencia una operación poética que consiste en ver al mundo como un tejido de
símbolos y de relaciones entre esos símbolos― cada sociedad está edificada
sobre un poema; si la revolución de la edad moderna consiste en el movimiento
de regreso de la sociedad a su origen, al pacto primordial de los iguales, esa
revolución se confunde con la poesía.
Blake dijo: «Todos los hombres son
iguales en el genio poético». De ahí que la poesía romántica pretenda ser
también acción: un poema no solo es un objeto verbal sino que es una profesión
de fe y un acto. Inclusive esta doctrina del «arte por el arte», que parece
negar esta actitud, la confirma y la prolonga: más que una estética fue una
ética, y aun, muchas veces, una religión y una política.
Octavio
Paz, Los
hijos del limo
II
EL
ROMANTICISMO COMO REACCIÓN A LA ILUSTRACIÓN
El siglo XVIII, “el siglo de las luces”, del racionalismo a ultranza, el siglo
que combatió la superstición y divinizó la ciencia, ha muerto por fin. Los
hombres han salido de él más frustrados, reprimidos e inexplicables que nunca.
El hombre echa una mirada a su alrededor y no entiende nada, sólo sabe que
sufre.
[...] A medida que la civilización
avanza, el hombre se siente cada vez más alejado de sí mismo y experimenta en
su propia carne la "infelicidad". Encerrado en las estrechas
fronteras de una razón utilitaria y conformista, hecha a la medida de una
burguesía que ve consolidar sus posiciones y que mide las conquistas humanas
usando el patrón de su bolsillo, oprimido por todo tipo de convenciones
sociales, religiosas o morales, el hombre siente cómo en su interior sigue
abierto el pozo, cada vez más profundo, de la insatisfacción y el desasosiego.
Y la rebelión estalla. La juventud,
nacida con el reciente siglo XIX en el seno de las mejores familias, enarbola
la bandera de lo irracional se lanza a la creación de una de las reacciones
vitales que más fecunda ha sido en el campo artístico y literario. De la
ciencia esclerotizada y la mezquina razón dieciochesca nace el monstruo
idealista, los suicidios precoces y el culto al mal que informan el
romanticismo.
¿Un paso atrás en el devenir
histórico? Aquellos sapientes y barbudos individuos dedicados con furor la tarea de ordenar, clasificar y legalizarlo
todo, aquellos sacrificados mártires de la ciencia empeñados en encontrar
explicaciones racionales a todos los fenómenos, aquellos severos moralistas,
dan paso a una generación que escupe su desprecio por las reglas, que maldice
la “normalidad” y “las buenas costumbres”, lanzándose con pasión a explorar lo
insólito, lo irracional y lo increíble.
Ciertamente, el tránsito del siglo
XVIII al XIX es, al mismo tiempo, un paso de lo real a lo fantástico, de lo
deducido a lo imaginado, de lo pensado a lo sentido, porque el hombre comienza
a experimentar en sí mismo que lo real, lo deducido y lo pensado pueden ser, en resumidas cuentas, unas
magníficas orejeras que le fuercen a mirar en una sola dirección, en la más
conveniente —¿para quién?—, mientras le impiden la visión de regiones
imprescindibles, sus propias regiones, los oscuros recovecos de su espíritu que
un largo período de tabúes y restricciones ha ido poblando de telarañas y de monstruos.
[M. Serrat Crespo:
"Introducción" a su ed. de Mary Shelley: Frankenstein, Bruguera (Barcelona, 1981), p.
7-8]
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