jueves, 20 de marzo de 2014


EL MAGISTERIO ESPAÑOL
COLABORACIÓN
El 14 de abril de 1931 en Segovia
Por Antonio Machado

Era un hermoso día de sol. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros llegaba, al fin, la segunda República Española. ¿Venía del brazo de la primavera? La canción infantil que yo cantar, o soñé que se cantaba en aquellas horas, lo decía de este modo:
La primavera ha venido —del brazo de un capitán.—Cantad, niñas, en coro: —¡Viva Fermín Galán!
Florecía la sangre de los héroes de Jaca, enterrados bajo las nieves del invierno, y el nombre abrileño del capitán muerto era evocado por la canción infantil como un fantasma de la primavera.
La primavera ha venidoy don Alfonso se va.Muchos duques lo acompañanhasta cerca de la mar.Las cigüeñas de las torresquisieran verlo embarcar.
Fue un día profundamente alegre —muchos que éramos viejos no recordábamos otro más alegre—, un día maravilloso en que la naturaleza y la historia parecían fundirse para vibrar juntas en el alma de los poetas y en los labios de los niños.
Mi amigo Antonio Ballesteros y yo izamos en el Ayuntamiento la bandera tricolor. Se cantó la Mar-sellesa; sonaron los compases del Himno de Riego. La Internacional no había sonado todavía. Era muy legítimo nuestro regocijo. La República había venido por sus cabales, de un modo perfecto, como resultado de unas elecciones; todo un régimen caía sin sangre, para asombro del mundo. Ni siquiera el crimen profético de un loco, que hubiera eliminado a un traidor, turbó la paz de aquellas horas.
La República salía de las urnas, acabada y perfecta como Minerva de la cabeza de Júpiter.
Así recuerdo yo el 14 de abril de 1931.
Desde aquel día, no sé si vivido o soñado, hasta el día de hoy, en que vivimos demasiado despiertos y nada soñadores, han transcurrido seis años repletos de realidades que pudieran estar en la memoria de todos. Sobre esos seis años escribirán los historiadores del porvenir muchos miles de páginas, algunas de las cuales acaso merecerán leerse. Entre tanto, yo los resumiría con unas pocas palabras. Unos cuantos hombres honrados, que llegaban al poder, sin haberlo deseado, acaso, o sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir. Para estos hombres eran sagradas las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente la más honda razón de ser todo gobierno. Y estos hombres, nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes. Tal fue, a grandes rasgos, la segunda gloriosa República Española, que terminó a mi juicio, con la disolución de las Cortes Constituyentes. Destaquemos este claro nombre representativo: Manuel Azaña.
Vinieron después los días de laboriosa y pertinaz traición, dentro de casa. Aquellos hombres nobilísimos, republicanos y socialistas, habían interrumpido inge-nuamente toda una tradición de picarismo, y la inercia social tendía a restaurarla. Fueron más de dos años tan pobres de heroísmo en la vida burguesa como ricos en anécdotas sombrías. Un político nefasto, un verdadero monstruo de vileza, mixto de Judas Iscariote y caballo de Troya, tomó a su cargo vender —literalmente y a poco precio— a la República, el dar acogida en su vientre insondable a los peores enemigos del pueblo. A esto llamaban los hombres de aquellos días: ensanchar la base de la República. Destaquemos un nombre entre los viles, que los represente a todos: Alejandro Lerroux.
Pero la traición fracasó dentro de la casa, porque el pueblo, despierto y vigilante, la habría advertido. Y surgió la República actual, la más gloriosa de las tresdigámoslo hoy valientemente, porque dentro de veinte años lo dirán a coro los niños de las escuelas: surgió la tercera República Española con el triunfo en las urnas del Frente Popular. Volvían los mismos legítimamente representados; y otra vez tratan un mandato del pueblo que no era precisamente la Revolución Social, pero si el deber ineludible de no retroceder ante ningún esfuerzo, ante ningún sacrificio, si la reacción vencida intentaba nuevas y desesperadas traiciones. Y surgió la rebelión de los militares, la traición madura y definitiva que se había gestado durante años enteros. Fue uno de los hechos más cobardes que registra la historia. Los militares rebeldes volvieron contra el pueblo todas las armas que el pueblo había puesto en sus manos para defender a la nación, y como no tenían brazos voluntarios para empuñarlas, los compraron al hambre africana, pagaron con oro, que tampoco era suyo, todo un ejército de mercenarios; y como esto no era todavía bastante para triunfar de un pueblo casi inerme, pero heroico y abnegado, abrieron nuestros puertos y nuestras fronteras a los anhelos imperialistas de dos grandes potencias europeas. ¿A qué seguir?... Vendieron a España. Pero la fortaleza de la tercera República sigue en pie. Hoy la defiende el pueblo contra los traidores de dentro y los invasores de fuera, porque la República, que empezó siendo una noble experiencia española, es hoy España. Y es el nombre de España, sin adjetivos, el que debemos destacar en este 14 de abril de 1937.


Aquel 14 de abril

María Zambrano

Fue tan hermoso como inesperado: salió el día en estado na-ciente; es decir, nació. Solamente por eso, aunque hubiera nacido otra cosa hermosa, se entiende, también ella tendría un inmenso valor.
En el himno de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto:La Naciente. Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació: hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.
Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en romper los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo yo que era la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio precisamente el 14 de abril, y si lo que nació de ese día naciente fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación. Y de ese día naciente recuerdo en especial un episodio.
Las gentes sólo pensábamos es muy cursi, lo sé, pero es verdad en amarnos, en abrazarnos sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol. Yo estaba allí cuando llegó Miguel Maura, cuando entró en el Ministerio de Gobernación. El edificio se había ido llenando de gentes, como convocadas por una especie de corona de nubes que se había ido formando en el cielo.
Era una hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y contemplada, hace imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo sola, con esas nubes de abril que son un poco hinchadas, pero contenidamente; un poco rosadas, pero contenidamente. Era algo tenue e indeleble a la par, algo inolvidable siendo tan leve, tan sostenido que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de no ser celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.
Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo simplemente: «Queda proclamada la República». Fue un momento de puro éxtasis.
Unas horas más tarde, no muchas, mi hermana Araceli, junto con su marido, con mi padre y conmigo, fuimos a Telégrafos. Entraron los hombres para poner algunos telegramas, y nos quedamos mi hermana y yo, solas, en la plaza donde no había nadie, debajo, por azar, de un reverbero blanco de luz, de una blancura incandescente, de una blancura que yo nunca más he vuelto a ver.
Llegó un grupo de hombres, de indígenas, de gente de aquí, salida, como salía todo en aquel momento, de una tierra feliz, de una tierra que estuviese comenzando a salir de la maldición bíblica, si es que de verdad nos han dicho aquello de parirás con dolor. Parecía que ya la tierra no tendría que parir nunca más con dolor, sino con gloria, y que todo sería amor, unión entre el cielo y la tierra. Y llegaron aquellos hombres pequeñitos, españoles, indígenas. Vinieron hacia nosotras, hacia mi hermana y hacia mí, con esa timidez que tienen todos los seres que nacen como es debido y, al mismo tiempo, llenos de confianza.
Éramos señoritas. Íbamos vestidas de señoritas. Mi hermana todavía podía pasar, pues llevaba un abrigo rojo, que ella no se encargó para la ocasión. Pero yo iba de azul celeste, color nada revolucionario. Y se acercaron casi como de puntillas, y, mirándonos, nos dijeron: «¡Viva la República!». Y nosotras, con alegría, y dándoles más espacio de cordialidad y de entendimiento, contestamos. Entonces volvieron a decirlo cada vez con mayor júbilo, al ver que nosotras participábamos y nos uníamos a ellos a pesar, creo yo que pensarían, de ser dos señoritas.
Uno de aquellos hombres, que llevaba una camisa blanca, se destacó. Sería por azar, pero estaba colocado debajo del reverbero blanco; así que la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad, que, sin duda alguna, nos dieron al principio.
Y ese hombre, con los brazos abiertos gritó: «¡Que viva la República!». Y hasta «¡Viva España!», que se decía muy poco en mis tiempos, porque la patria, esa verdad, no se nombraba.
Después la han nombrado mucho; nosotros no la nombrábamos, pero no porque fuésemos antipatria, sino por todo lo contrario, porque la dábamos por supuesta. El caso es que, abriendo los brazos el hombre de la camisa blanca acabó dando un grito que él andaba buscando y que al fin le salió: «¡Y muerapues que no muera nadie!». Y gritó por tres veces: «¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!».
Así se quedó, inmóvil, con los brazos abiertos. Era, luego lo he visto claro, un fragmento real de Los fusilamientos pintados por Goya, donde hay ese hombre vestido de blanco y con un grito que no se oye. Hoy creo que es el mismo grito que mi hermana y yo oímos aquel 14 de abril, el grito del que van a fusilar, del fusilado: «¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!». Y no sé quisiera ser fiel si no dijo entre dientes «¡Que viva el amor!». Quizá lo dijo. Pero yo no me atrevo a afirmarlo.

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