EL
MAGISTERIO ESPAÑOL
COLABORACIÓN
El
14 de abril de 1931 en Segovia
Por
Antonio Machado
Era
un
hermoso
día
de
sol.
Con
las
primeras
hojas
de
los
chopos
y
las
últimas
flores
de
los
almendros
llegaba,
al
fin,
la
segunda
República
Española.
¿Venía
del
brazo
de
la
primavera?
La
canción
infantil
que
yo
oí
cantar,
o
soñé
que
se
cantaba
en
aquellas
horas,
lo
decía
de
este
modo:
La primavera ha
venido —del brazo de un capitán.—Cantad, niñas, en coro:
—¡Viva Fermín Galán!
Florecía la sangre
de los héroes de Jaca, enterrados bajo las nieves del invierno, y
el nombre abrileño del capitán muerto era evocado por la canción
infantil como un fantasma de la primavera.
La
primavera
ha
venido
—y
don
Alfonso
se
va.—Muchos
duques
lo
acompañan—hasta
cerca
de
la
mar.
—Las
cigüeñas
de
las
torres—quisieran
verlo
embarcar.
Fue un día
profundamente alegre —muchos que éramos viejos no recordábamos
otro más alegre—, un día maravilloso en que la naturaleza y la
historia parecían fundirse para vibrar juntas en el alma de los
poetas y en los labios de los niños.
Mi amigo Antonio
Ballesteros y yo izamos en el Ayuntamiento la bandera tricolor. Se
cantó la Mar-sellesa; sonaron los compases del Himno de Riego. La
Internacional no había sonado todavía. Era muy legítimo nuestro
regocijo. La República había venido por sus cabales, de un modo
perfecto, como resultado de unas elecciones; todo un régimen caía
sin sangre, para asombro del mundo. Ni siquiera el crimen profético
de un loco, que hubiera eliminado a un traidor, turbó la paz de
aquellas horas.
La República salía
de las urnas, acabada y perfecta como Minerva de la cabeza de
Júpiter.
Así recuerdo yo el
14 de abril de 1931.
Desde aquel día,
no sé si vivido o soñado, hasta el día de hoy, en que vivimos
demasiado despiertos y nada soñadores, han transcurrido seis años
repletos de realidades que pudieran estar en la memoria de todos.
Sobre esos seis años escribirán los historiadores del porvenir
muchos miles de páginas, algunas de las cuales acaso merecerán
leerse. Entre tanto, yo los resumiría con unas pocas palabras. Unos
cuantos hombres honrados, que llegaban al poder, sin haberlo
deseado, acaso, o sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a
la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial
ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales, de
gobernar en el sentido esencial de la historia, que es el del
porvenir. Para estos hombres eran sagradas las más justas y
legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía
gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente la más honda
razón de ser todo gobierno. Y estos hombres, nada revolucionarios,
llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron ningún
derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes. Tal fue, a grandes
rasgos, la segunda gloriosa República Española, que terminó a mi
juicio, con la disolución de las Cortes Constituyentes. Destaquemos
este claro nombre representativo: Manuel Azaña.
Vinieron después
los días de laboriosa y pertinaz traición, dentro de casa.
Aquellos hombres nobilísimos, republicanos y socialistas, habían
interrumpido inge-nuamente toda una tradición de picarismo, y la
inercia social tendía a restaurarla. Fueron más de dos años tan
pobres de heroísmo en la vida burguesa como ricos en anécdotas
sombrías. Un político nefasto, un verdadero monstruo de vileza,
mixto de Judas Iscariote y caballo de Troya, tomó a su cargo vender
—literalmente y a poco precio— a la República, el dar acogida
en su vientre insondable a los peores enemigos del pueblo. A esto
llamaban los hombres de aquellos días: ensanchar la base de la
República. Destaquemos un nombre entre los viles, que los
represente a todos: Alejandro Lerroux.
Pero
la
traición
fracasó
dentro
de
la
casa,
porque
el
pueblo,
despierto
y
vigilante,
la
habría
advertido.
Y
surgió
la
República
actual,
la
más
gloriosa
de
las
tres
—digámoslo
hoy
valientemente,
porque
dentro
de
veinte
años
lo
dirán
a
coro
los
niños
de
las
escuelas—:
surgió
la
tercera
República
Española
con
el
triunfo
en
las
urnas
del
Frente
Popular.
Volvían
los
mismos
legítimamente
representados;
y
otra
vez
tratan
un
mandato
del
pueblo
que
no
era
precisamente
la
Revolución
Social,
pero
si
el
deber
ineludible
de
no
retroceder
ante
ningún
esfuerzo,
ante
ningún
sacrificio,
si
la
reacción
vencida
intentaba
nuevas
y
desesperadas
traiciones.
Y
surgió
la
rebelión
de
los
militares,
la
traición
madura
y
definitiva
que
se
había
gestado
durante
años
enteros.
Fue
uno
de
los
hechos
más
cobardes
que
registra
la
historia.
Los
militares
rebeldes
volvieron
contra
el
pueblo
todas
las
armas
que
el
pueblo
había
puesto
en
sus
manos
para
defender
a
la
nación,
y
como
no
tenían
brazos
voluntarios
para
empuñarlas,
los
compraron
al
hambre
africana,
pagaron
con
oro,
que
tampoco
era
suyo,
todo
un
ejército
de
mercenarios;
y
como
esto
no
era
todavía
bastante
para
triunfar
de
un
pueblo
casi
inerme,
pero
heroico
y
abnegado,
abrieron
nuestros
puertos
y
nuestras
fronteras
a
los
anhelos
imperialistas
de
dos
grandes
potencias
europeas.
¿A
qué
seguir?...
Vendieron
a
España.
Pero
la
fortaleza
de
la
tercera
República
sigue
en
pie.
Hoy
la
defiende
el
pueblo
contra
los
traidores
de
dentro
y
los
invasores
de
fuera,
porque
la
República,
que
empezó
siendo
una
noble
experiencia
española,
es
hoy
España.
Y
es
el
nombre
de
España,
sin
adjetivos,
el
que
debemos
destacar
en
este
14
de
abril
de
1937.
Aquel
14 de abril
María Zambrano
Fue
tan
hermoso
como
inesperado:
salió
el
día
en
estado
na-ciente;
es
decir,
nació.
Solamente
por
eso,
aunque
hubiera
nacido
otra
cosa
hermosa,
se
entiende,
también
ella
tendría
un
inmenso
valor.
En
el
himno
de
Homero,
Afrodita
se
hace
merecedora
de
ese
mismo
epíteto:
“La
Naciente”.
Así
es
llamada.
Y
de
Afrodita
fue
aquel
día,
un
día
naciente,
donde
todo
nació:
hasta
el
día,
hasta
las
nubes,
hasta
la
gente.
Pasaban
guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del
pueblo de Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en
huelga; no hubo un solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas
entraban en los bares, donde pedían y pagaban; nadie intentó
tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las joyerías estaban
intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en romper
los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo
yo que era la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio
precisamente el 14 de abril, y si lo que nació de ese día naciente
fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y
no una proclamación. Y de ese día naciente recuerdo en especial un
episodio.
Las
gentes
sólo
pensábamos
es
muy
cursi,
lo
sé,
pero
es
verdad
en
amarnos,
en
abrazarnos
sin
conocernos.
Llorábamos
de
alegría,
unos
y
otros,
en
la
Puerta
del
Sol.
Yo
estaba
allí
cuando
llegó
Miguel
Maura,
cuando
entró
en
el
Ministerio
de
Gobernación.
El
edificio
se
había
ido
llenando
de
gentes,
como
convocadas
por
una
especie
de
corona
de
nubes
que
se
había
ido
formando
en
el
cielo.
Era
una hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y
contemplada, hace imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo
sola, con esas nubes de abril que son un poco hinchadas, pero
contenidamente; un poco rosadas, pero contenidamente. Era algo tenue
e indeleble a la par, algo inolvidable siendo tan leve, tan sostenido
que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de no ser
celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.
Florecieron
las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo
de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de
España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con
la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se
lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo
simplemente: «Queda proclamada la República». Fue un momento de
puro éxtasis.
Unas
horas
más
tarde,
no
muchas,
mi
hermana
Araceli,
junto
con
su
marido,
con
mi
padre
y
conmigo,
fuimos
a
Telégrafos.
Entraron
los
hombres
para
poner
algunos
telegramas,
y
nos
quedamos
mi
hermana
y
yo,
solas,
en
la
plaza
donde
no
había
nadie,
debajo,
por
azar,
de
un
reverbero
blanco
de
luz,
de
una
blancura
incandescente,
de
una
blancura
que
yo
nunca
más
he
vuelto
a
ver.
Llegó
un
grupo
de
hombres,
de
indígenas,
de
gente
de
aquí,
salida,
como
salía
todo
en
aquel
momento,
de
una
tierra
feliz,
de
una
tierra
que
estuviese
comenzando
a
salir
de
la
maldición
bíblica,
si
es
que
de
verdad
nos
han
dicho
aquello
de
parirás
con
dolor.
Parecía
que
ya
la
tierra
no
tendría
que
parir
nunca
más
con
dolor,
sino
con
gloria,
y
que
todo
sería
amor,
unión
entre
el
cielo
y
la
tierra.
Y
llegaron
aquellos
hombres
pequeñitos,
españoles,
indígenas.
Vinieron
hacia
nosotras,
hacia
mi
hermana
y
hacia
mí,
con
esa
timidez
que
tienen
todos
los
seres
que
nacen
como
es
debido
y,
al
mismo
tiempo,
llenos
de
confianza.
Éramos
señoritas.
Íbamos
vestidas
de
señoritas.
Mi
hermana
todavía
podía
pasar,
pues
llevaba
un
abrigo
rojo,
que
ella
no
se
encargó
para
la
ocasión.
Pero
yo
iba
de
azul
celeste,
color
nada
revolucionario.
Y
se
acercaron
casi
como
de
puntillas,
y,
mirándonos,
nos
dijeron:
«¡Viva
la
República!».
Y
nosotras,
con
alegría,
y
dándoles
más
espacio
de
cordialidad
y
de
entendimiento,
contestamos.
Entonces
volvieron
a
decirlo
cada
vez
con
mayor
júbilo,
al
ver
que
nosotras
participábamos
y
nos
uníamos
a
ellos
a
pesar,
creo
yo
que
pensarían,
de
ser
dos
señoritas.
Uno
de
aquellos
hombres,
que
llevaba
una
camisa
blanca,
se
destacó.
Sería
por
azar,
pero
estaba
colocado
debajo
del
reverbero
blanco;
así
que
la
blancura
de
su
camisa
era
ultraterrena
y,
al
mismo
tiempo,
terrestre,
porque
todo
era
así,
nada
era
abstracto,
nada
era
irreal,
todo
era
concreto,
real,
vivo,
la
mismísima
realidad,
la
felicidad,
que,
sin
duda
alguna,
nos
dieron
al
principio.
Y
ese
hombre,
con
los
brazos
abiertos
gritó:
«¡Que
viva
la
República!».
Y hasta «¡Viva
España!»,
que se decía muy poco en mis tiempos, porque la patria, esa verdad,
no se nombraba.
Después
la
han
nombrado
mucho;
nosotros
no
la
nombrábamos,
pero
no
porque
fuésemos
antipatria,
sino
por
todo
lo
contrario,
porque
la
dábamos
por
supuesta.
El
caso
es
que,
abriendo
los
brazos
el
hombre
de
la
camisa
blanca
acabó
dando
un
grito
que
él
andaba
buscando
y
que
al
fin
le
salió:
«¡Y
muera…
pues
que
no
muera
nadie!».
Y gritó por tres veces: «¡Que
no
muera
nadie!
¡Que
viva
todo
el
mundo!
¡Que
viva
la
vida!».
Así se quedó, inmóvil, con
los brazos abiertos. Era, luego lo he visto claro, un fragmento real
de Los fusilamientos
pintados por Goya, donde hay ese hombre vestido de blanco y con un
grito que no se oye. Hoy creo que es el mismo grito que mi hermana y
yo oímos aquel 14 de abril, el grito del que van a fusilar, del
fusilado: «¡Que
no
muera
nadie!
¡Que
viva
todo
el
mundo!
¡Que
viva
la
vida!».
Y no sé quisiera ser fiel si no dijo entre dientes «¡Que
viva
el
amor!».
Quizá lo dijo. Pero yo no me atrevo a afirmarlo.