Huelga en Baleares: hay que protestar, incluso cuando no sirve de nada
La participación de los docentes baleares en la huelga indefinida
se mantiene a pesar de los altos costes individuales en los que
incurren. Según Carles A. Foguet, las recientes manifestaciones masivas
en apoyo a los profesores pueden provocar, a medio plazo, un cambio en
la percepción social de la pertinencia y utilidad de las huelgas.

La huelga indefinida de docentes en las islas
Baleares y Pitiusas —en protesta por la aplicación súbita del decreto de
trilingüismo impuesto por el Gobierno de Bauzá (PP)— ofreció este fin de semana
unas imágenes poco acostumbradas, sacando a la calle
a decenas de miles de ciudadanos apoyando las reclamaciones de los
profesores. El síntoma definitivo de la gravedad de la situación es que la
protesta ha sido apoyada incluso
por correligionarios de Bauzá y, todavía más importante, ha
despertado la simpatía entre
sectores sociales que, a priori,
estarían muy alejados tanto de la herramienta como de la causa.
El alcance de la onda expansiva de una huelga que
ha dinamitado incluso las lealtades partidistas ha sido tal que a pesar de que
no ha conseguido de momento derogar el decreto o retrasar su aplicación -sus
objetivos explícitos- sí invita a replantearse la utilidad de la huelga como
método de presión política.
La huelga, con seguimientos
menguantes y de la que muchas veces se ha cuestionado su
eficacia hasta el punto de considerarla como una herramienta
obsoleta, revive con fuerza, precisamente, en un conflicto sectorial, que no es
de raíz laboral —del que, en consecuencia, los huelguistas no esperan obtener
beneficios individualizados— y cuya resolución parece apuntar contra los
intereses sostenidos por sus promotores.
La pregunta pertinente, pues, ya no debería ser
por qué se participa tan poco en las huelgas, sino por qué incluso con estas
condiciones todavía hay quien decide tomar parte activa en ellas. Aun habiendo
cierta perversión en reducir una movilización colectiva como la huelga a un
cálculo coste —beneficio radicalmente individual, sin duda—, es mejor intentar
encontrar la racionalidad subyacente a este comportamiento que despacharlo
considerándolo irracional y perjudicial para quien lo lleva a cabo.
Las movilizaciones de los docentes, de hecho,
niegan de plano la aplicación mecánica de la aproximación racional a la lógica de la
acción colectiva, liderada por Mancur Olson, según la cual, si
asumimos que el decreto de trilingüismo daña la educación pública en Baleares —un
bien público—, deberían aparecer gorrones por doquier, individuos que no
asumirían los costes individuales de movilizarse en su contra esperando gozar
de los beneficios colectivos potenciales. Pero a la vista de la evolución de
los índices de seguimiento, de nuevo, no está siendo este el
comportamiento mayoritario. ¿Por qué?
El modelo de Olson, a pesar de su innegable
utilidad analítica, fue acusado casi desde su publicación de ser estrictamente
reduccionista con las motivaciones individuales para tomar partido en una
acción colectiva como una huelga. En palabras de
Fernando Aguiar y Andrés de Francisco, «¿qué se ha de entender por
costes y beneficios de la acción colectiva para el individuo? ¿Acaso una
persona no expresa sus principios y convicciones cuando participa en acciones
colectivas? ¿Y no lo hace, a menudo, soportando un elevado coste (…)?»
Participar en una acción colectiva puede
reflejar, también, la racionalidad expresiva de los individuos. Esto está en la
base misma de lo que el Nobel de economía George Akerlof llamó «Economía de la identidad»,
que incluye la noción de identidad en el cálculo de utilidad, definiéndola como
una red de creencias que el individuo tiene sobre sí mismo y sobre el mundo que
quiere proyectar a través de sus acciones.
Akerlof desarrolló la teoría de la costumbre
social para intentar ofrecer una explicación plausible de por qué sobreviven
determinados comportamientos sociales que, como las huelgas, son claramente
onerosos para los individuos que participan en ellos. En síntesis, la costumbre
social es aquello que un individuo acepta hacer para seguir formando parte de
un grupo. No es, en ningún
caso, una imposición: es el mecanismo social complejo que permite
que los individuos actúen de manera cooperativa guiados por motivaciones
estrictamente egoístas.
Sin duda, a día de hoy, el seguimiento de una
huelga parecería estar fuera de cualquier estándar mayoritario, ya que la presión social
empujaba justo hacia el extremo contrario. Sin embargo, en Baleares
los huelguistas no sólo no están siendo socialmente penalizados sino que parece
haberse modificado momentáneamente la costumbre social a su favor.
En las islas se ha conformado una amplísima
coalición transversal —quizá sólo coyuntural— que ve en la defensa de los
docentes y el sistema de educación pública autóctono la frontera que define un
modelo de convivencia determinado y que ahora se percibe en peligro. Una
coalición que, sin duda, ha arraigado, entre otros motivos, por la existencia
previa de un terreno abonado por la polarización política en las islas desde
los noventa —y el aislamiento del Partido Popular—, la recurrente crisis
económica y errores, de fondo y forma, del propio Gobierno de Bauzá.
El éxito o no de una huelga ahora es, si es que
alguna vez fue otra cosa, una cuestión de
percepción, que supera los límites de la relación empleado-empleador
e, incluso, el alcance de la acción de los sindicatos mayoritarios al explicitar una
correlación de fuerzas en la que cada cual puede alinearse con quien
se sienta más identificado.
Desde esta nueva perspectiva sí se puede explicar
tanto la caída en la
intensidad del uso de las huelgas y su efectividad (con hipótesis
que van desde la ruptura de vínculos sociales cooperativos hasta la progresiva
desaparición de identidades de clase, sin olvidar avatares históricos
concretos) como un previsible
repunte futuro, en la dirección del cual apuntarían las
movilizaciones en el archipiélago balear.
Una derivada interesante de lo anterior —y la
prueba de que este cálculo es conocido y aceptado por las clases dominantes— es
la aplicación del modelo también para desactivar las movilizaciones colectivas
erosionando su seguimiento, a través de cambios en los términos de la ecuación
para encarecer, todavía más, la participación individual.
Más allá de la estrategia obvia de penalizar
económicamente la participación (en este caso, los aproximadamente 100 euros al
día que le cuesta a cada docente seguir la huelga, compensados en parte con la solidaridad
popular en forma de caja de resistencia), Gobierno y empleadores pueden dudar
públicamente de la legitimidad de la convocatoria, cuestionar el uso
del derecho a la huelga y su extensión o comunicar un
porcentaje de seguimiento inferior al real. El elemento común de
estas maniobras es que todas ellas persiguen dinamitar la costumbre social
sobre la que se apoya la acción colectiva: aislar a los
huelguistas, reducir los beneficios en reputación, estigmatizarlos
por la vía de ponerlos en contra de una mayoría hasta ahora habitualmente
silenciosa.
Tres estrategias que ya han sido explotadas por
Bauzá y sus voceros mediáticos (en Baleares y desde Madrid) en apenas tres
semanas de conflicto. Sin demasiado éxito, a la vista de los últimos
acontecimientos, ya que han contribuido a relanzar la movilización y a hacer
partícipe de ella a actores sociales
no directamente afectados, más allá de las propias islas. Se diría
que la estrategia gubernamental está teniendo justo los efectos contrarios de
los deseados.
Y esto —el fracaso de las tácticas de desgaste—
es lo realmente novedoso en este caso. Ya que ni su uso ni las movilizaciones
que lo motivan tienen nada de nuevo. De hecho, la literatura académica las
identifica claramente en un trabajo que ya
cumple más de dos décadas.
A estas alturas, el Gobierno de
Bauzá puede que esté ante una encrucijada que ofrece sólo dos malas
alternativas. O bien retira la iniciativa y, con ello, asume la
victoria de los huelguistas, legitimándoles a ellos y a sus herramientas de
lucha, o bien mantiene el envite a riesgo de seguir emergiendo una nueva
coalición del tejido cívico que lejos de abandonar la movilización por
ineficaz, la mantenga y la adopte como patrón social dominante a partir de
ahora.
Como decía Manuel
de Pedrolo, de quien he tomado prestado el título para este
artículo, hay que protestar incluso cuando no sirve de nada. Porque también en
estas ocasiones es socialmente beneficioso hacerlo.
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