Esta vez no voy a decir de quién es este texto (aunque lo podéis buscar) ni de dónde lo he sacado (también lo podéis encontrar). Me interesa esta historia, como la de tantas otras personas que estos días se nos van, para que —de nuevo, voluntariamente— escribáis una carta a alguien muy queridx para vosotrxs, contándole por qué lo es. No tiene por qué ser mayor. Para que, esta vez, quizás, se la podáis hacer llegar y contarle lo importante que es para vosotrxs.
La tía Celia
La tía Celia no era una tía cualquiera. Era de esas
personas que en una familia se convierten en imprescindibles. Por su
carisma, por su capacidad de juntarnos, por ser la estrella de la
sobremesa, por su memoria prodigiosa para recordar películas, actores,
actrices, canciones… y anécdotas, que pedíamos que repitiese aunque las
hubiésemos escuchado decenas de veces. Porque sabíamos que íbamos a
acabar otra vez llorando de la risa. La recuerdo con el pañuelo por
debajo de las gafas, secándose las lágrimas. “Tía, cuéntanos el día que
ibais por carretera y era de noche y buscabais una pensión…”. “Pues
nada, que íbamos desesperados buscando sitio donde dormir, anochecía, y a
lo lejos vimos un cartel, y todos los del coche emocionados: ¡Pensión,
pensión! Y cuando nos acercamos… ¡‘Pienso’, ‘Pienso’! es lo que ponía
allí!”. Escrita pierde la anécdota. Pero contada y adornada por ella,
les aseguro que no.
Cuando era pequeño se estilaba lo de ir a visitar a los
primos y a los tíos. Un día y a una hora concreta de la semana. A casa
de la tía Celia íbamos los domingos después de comer. Vivía con el tío
Pedro y sus tres hijos en el último
bloque de Bellvitge, top en el ranking de barrios dormitorio de
Catalunya.
La paradoja es que la tía Celia, que nos juntaba a todos, se ha ido sola; como tantos muchos otros
Pero para mí, ir a Bellvitge no era ir a un barrio
dormitorio. Era ir a otro mundo. Vivían en el piso número 12. Y desde la
ventana de mi tía las vistas eran increíbles. Imagínense a esa altura:
cómo se veía la autovía de Castelldefels, o el hospital de Bellvitge, o
el aeropuerto de El Prat… Y los campos, sí, sí, campos con actividad
agrícola, donde hoy está el estadio del Hospi o el parking del hospital.
Aquella ventana, en los ochenta, era mi Play o mi Nintendo. Me podía
pasar horas mirando por ella.
Nuestra visita del domingo tenía un sentido. Mi abuelo, que
vivía en Cornellà con la tía Salud (otra crack), iba los domingos a
comer al piso de la tía Celia. Y se volvía con nosotros. Yo aprovechaba
la siesta de mi abuelo Pedro para robarle Sugus. Y mi tía se partía
viendo como se los sisaba del bolsillo de su chaqueta.
Justo detrás del bloque de la tía Celia había un parque, y
en medio del parque, una pequeña ermita. Allí se casaron algunos de mis
primos. Porque antes los primos se casaban. Para la historia familiar
quedará la boda de Pedro Luis, en medio de un diluvio, y con el cura
oficiando con botas de agua y tejanos. La tía Celia siempre sostuvo que
aquella ceremonia, con aquel cura y aquellas pintas, no tuvo validez.
Aunque Pedro Luis y Mari Nieves siguen felizmente casados.
Cuando crecimos, las visitas a Bellvitge dejaron de ser tan
frecuentes, pero con los años, la tía Celia, la tía Salud y mi madre se
inventaron la excusa para juntarnos: un cocido extremeño en “el
terreno”. El terreno era lo que ahora más finamente llamaríamos la segunda residencia. En los ochenta se iba al terreno ,
porque era lo que se compraba, un terreno. Allí el tío Pedro y el tío
Marcelino (que se fue demasiado pronto) se hicieron unas casitas, con su
huerto. Celebramos varios años el cocido, hasta que la tía Celia tuvo
un ictus. Y ya nada fue lo mismo. Aunque a veces nos sorprendía con
recuerdos del pasado que evocaba con la lucidez que siempre tuvo.
Quiero agradecer el ejemplo que nos han dado la tía Salud,
mi padre, mi madre y mis primos, que no han permitido que la tía Celia
pasase ni un solo día sin ser visitada en la residencia. Hasta que llegó
el confinamiento.
La paradoja es que ella, que nos juntaba a todos, se ha ido
sola. Como tantos muchos otros. Exageradamente demasiados. Es la cara
más cruel de esta pandemia. Que estas líneas también sirvan de recuerdo
para todos ellos.
Habrá que ir pensando en un cocido en el terreno,
o donde sea, para juntarnos y despedirla como se merece. Comiendo,
bebiendo, riendo y cantándole la canción garrovillana de San Antón, de
la que todavía no se había olvidado.
[En este caso, no quiero que hagáis un comentario de texto. Aunque aprovecho para señalar el uso tan connotativo de la palabra «terreno».]
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