Juguemos
Jugar
en la calle. Jugar en grupo. Esa es la actividad
extraescolar que un grupo de educadores y psicólogos americanos han
señalado como la asignatura pendiente en la educación actual de un niño.
Parecería simple remediarlo. No lo es. La calle ya no
es un sitio seguro en casi ninguna gran ciudad. La media que un niño
americano pasa ante las numerosas pantallas que la vida le ofrece es
hoy de siete horas y media. La de los niños españoles
estaba en tres. Cualquiera de las dos cifras es una barbaridad.
Cuando los expertos hablan de juego no se refieren a un juego de
ordenador o una playstation ni
tampoco al juego organizado por los padres, que en ocasiones se
ven forzados a remediar la ausencia de otros niños. El juego más
educativo sigue siendo aquel en que los niños han de luchar por el
liderazgo o la colaboración, rivalizar o apoyarse, pelearse y
hacer las paces para sobrevivir. Esto no significa que el ordenador
sea una presencia nociva en sus vidas. Al contrario, es una
insustituible herramienta de trabajo, pero en cuanto a ocio se
refiere, el juego a la antigua sigue siendo el gran educador social.
Leía
ayer a Rodríguez Ibarra hablar de esa gente que
teme a los ordenadores y relacionaba ese miedo con los derechos de
propiedad intelectual. No comprendí muy bien la relación, porque es
precisamente entre los trabajadores de la cultura (el
técnico de sonido, el músico, el montador, el diseñador o el
escritor) donde el ordenador se ha convertido en un instrumento
fundamental. Pero conviene no convertir a las máquinas en objetos
sagrados y, de momento, no hay nada comparable en la vida de un niño
a un partidillo de fútbol en la calle, a las casitas o al
churro-media-manga. Y esto nada tiene que ver con un terror a las
pantallas sino con la defensa de un tipo de juego necesario para
hacer de los niños seres sociales.
Elvira Lindo, EL PAÍS, 12/01/2011
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