LA EDAD
Mis recuerdos envejecen al mismo ritmo que yo. Por eso, algunos me
parecen tan remotos como si estuvieran envueltos en la neblina del
olvido. Sin embargo, tengo una memoria excelente, a menudo incluso mejor
de lo que me gustaría. Y esta Semana Santa radiante de sol,
procesiones, playas repletas y cielos azules, en la que el turismo
interior ha agotado las plazas hoteleras y el empleo temporal ha cundido
por doquier con la esperanza de enlazar con el verano, me ha devuelto
algunas voces que nos alertaban, hace ya muchos años, de las
consecuencias que las condiciones de nuestra entrada en la Unión Europea
tendrían sobre la economía española. En aquella época, yo era tan joven
que creía, entre otras cosas, en la solidez del progreso, así que me
sumé sin pensar demasiado a quienes opinaban que cualquier crítica a
aquel proceso era una postura reaccionaria y aún más, una muestra de
desconfianza en el país y en su futuro. Pero esos amargos agoreros que
pronosticaban que España se convertiría en un país de servicios, que
nuestro tejido industrial se debilitaría de forma progresiva hasta
resultar irrelevante, que dependeríamos básicamente del turismo para
crecer, vuelven a mi memoria en momentos como este, mientras las
estadísticas prometen el mejor año turístico de la historia siempre que
la violencia islamista siga dejando desiertas las playas del norte de
África, para concentrar toda el hambre de sol de los nórdicos en nuestra
orilla del Mediterráneo. Lo asombroso no es lo que pasa, sino que nos
hayamos acostumbrado con tanta facilidad a ecuaciones como ésta, que
convierten el empleo, el bienestar, la tranquilidad de miles de familias
en una carambola de billar. Hasta que tanto sol desencadene una nueva
sequía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario