Descárgatelo gratis
Hay
aplicaciones y servicios digitales que no piden dinero, pero sí valiosos datos
Álex
Grijelmo
14 de
marzo de 2013
"Gratis” es una de esas palabras que usamos y escribimos igual que
los romanos de hace más de 2.000 años. Podemos, pues, maravillarnos ante ella
como lo haríamos si nos mostraran unos hallazgos arqueológicos bajo el teatro
de Mérida.
El Diccionario de la Real
Academia define “gratis” sin mucha dedicación:
“Gratuito (de
balde). Gratuitamente (de gracia)”.
Prácticamente como la definición de 1780, edición en la cual se decía
en esa misma entrada:
“Lo mismo
que de gracia, o de balde”.
Y si uno busca “gratuito”, encuentra:
“De balde o
de gracia”.
Y en “de balde” hallará:
“Gratuitamente,
sin coste alguno”.
Y en “de gracia” leeremos esta definición:
“Gratuitamente,
sin premio ni interés alguno”.
Nos ayuda a salvar ese círculo el Diccionario
del español actual, dirigido por el académico Manuel Seco.
“Gratis: sin
pago o compensación a cambio”.
Resumimos nosotros, pues: ni hay pago ni hay compensación: se recibe
algo sin coste ni interés alguno. Quizá pudiéramos afinar más: “A cambio de
nada”.
La publicidad de las insistentes aplicaciones del smartphone o teléfono listo (quizá deberíamos reservar eso de
“inteligente” para algo que fuera capaz de razonar) nos insiste en que
descarguemos gratis tal o cual aplicación.
Ya empezamos asumiendo que semejante tarea es una “descarga”, aunque
no cambiemos nada de sitio ni parezca de gran esfuerzo el empeño, ni nos dé
calambre alguno, ni aliviemos a nadie de un peso ni saquemos los bultos de un
camión de mudanzas. Aquí el elemento descargado no desaparece de un lugar para
trasladarse a otro, sino que continúa donde estaba a pesar de que obtengamos de
él una réplica o un servicio. Pero es una descarga, vale. Aceptamos descargar como equivalente de obtener o
conseguir, o replicar o instalar, o copiar; y hasta aceptamos bajar como acción de mover algo que no
estaba arriba, ni a ninguna altura conocida, que sepamos, y que además se queda
en el mismo lugar para que lo descarguemos una y otra vez sin moverlo siquiera.
Todo eso lo aceptará la Academia y lo tenemos en el uso cotidiano.
Pero la palabra “gratis” está en otro costal. Su viejo sentido en
latín y en español se mantiene vivo. Y ahora se aplica a una realidad distinta,
quién sabe si con la misión de engañarnos. Nos esconden el significado tan agradable,
tan grato (obtener algo “a cambio de
nada”, por generosidad, por placer, gratis
et amore) y nos dan otro parecido pero no igual (obtenerlo “a cambio de
algo de lo que no nos damos cuenta”).
En efecto, al bajarnos o descargarnos
determinadas aplicaciones o servicios no pagamos nada en el acto (al me-
nos así sucede con una parte de lo que se nos ofrece en ese escaparate
que llevamos en el bolsillo); pero eso no supone que nos salga gratis.
Igual que censuraríamos por pleonásticas las expresiones “gratis
total” o “totalmente gratis”, entendemos que lo gratuito no tiene grados: o una
cosa es gratis del todo, o no es gratis. Solo con que costara un céntimo ya no
sería algo gratuito.
Si un vecino le da de comer a un mendigo a cambio de que le pinte la puerta,
no le está pidiendo dinero; pero tampoco le alimenta gratis.
Y si recibir algo gratis significó siempre que nos lo regalan, que no
damos nada a cambio, no sucede eso en nuestros teléfonos listillos. Los
trámites para descargar o bajar el servicio o para suscribirnos obligan a
responder ante distintos requerimientos, que varían en cada caso: número de
tarjeta, correo electrónico, datos personales...
Lo mismo sucede en algunos restaurantes, en ciertas tiendas donde
resolvemos olvidos imperdonables o en comercios que nos ofrecen hacernos socios
“gratuitamente” de un club de clientes. Pero si uno emprende el proceso para
tal suscripción, se encontrará enseguida con un formulario donde se le reclaman
algunos datos innecesarios para el fin propuesto. Por ejemplo, una red de
gasolineras solicita, al ofrecer “gratis” su tarjeta de socio, datos como
“ingresos anuales brutos del solicitante” o “ingresos anuales brutos del
cónyuge”, además de otros que conciernen solo a la intimidad del vehículo.
No nos piden dinero, pero nos dan algo... a cambio de algo. No es a
cambio de nada.
Quien nos reclama tales detalles personales —especial-mente las
empresas de tecnología y comunicación digital— podrá usarlos en su propio
beneficio. Los cruzará tal vez con lo que ya sabe de nosotros: dónde vivimos,
por dónde nos movemos, qué recorridos y destinos buscamos en “cómo llegar”,
cuánto dinero manejamos, qué pronóstico meteorológico nos interesa... Y
obtendrá de ello una rentabilidad para segmentarnos en los estudios de mercado y
ante los anunciantes, quienes nos asediarán luego con publicidad personalizada;
o quién sabe si los empleará para juzgarnos aptos o rechazarnos cuando se dé la
ocasión de que pidamos algo al poseedor de nuestros datos.
Así pues, la descarga, la serie de descargas o el uso de servicios
aparentemente gratuitos no nos salen gratis, sino que damos mucho a cambio.
Damos información sobre nosotros mismos, muy valiosa para el que la obtiene.
A unos les importará más y a otros menos. Dependerá de sensibilidades,
o de prejuicios, o de prudencias, tal vez de ideologías, quizá de haber leído o
no a Orwell. Pero la tecnología suele buscar contrapartidas. En ese mundo casi
nadie regala nada; aunque diga que lo ofrece gratis.
El problema ahora es si nos podremos bajar de ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario