Elegía
España no es país para vivos. Los exasperados ditirambos funerarios que
se entonaron en honor de Rita Barberá, me inspiraron la primera frase de
esta columna. España es país para muertos, pensaba añadir, pero el
jueves por la noche se fue Marcos Ana, y su muerte desordenó mi corazón
para inundarlo de orgullo y de tristeza. Si alguien mereció el don de la
vida, fue Marcos, un hombre íntegro como una roca, que entró en la
cárcel con 19 años, condenado a muerte por un crimen que no había
cometido, y salió a los 42 con su amor intacto. Él representó, tal vez,
el mayor fracaso del franquismo, porque aquella prisión nunca logró
doblarle, ni humillarle, ni arrebatarle la ilusión de la juventud que
alentó en su interior hasta el final. Le recordaré siempre como un
ejemplo, y no sólo de entereza. Frente a tantos falsos pedestales de
heroísmo público o patriotismo privado, relatos modificados a toda prisa
para fabricar demócratas entre quienes no lo eran, Marcos escogió
caminar por el mundo con los pasos sencillos de un poeta y la curiosidad
de quien busca dejarse seducir por las cosas pequeñas. Transparente y
leal, cariñoso, tan admirable como su propia historia, últimamente le
asombraba su éxito, que tantos jóvenes en España compraran y leyeran sus
Memorias, un relato imprescindible para conocer lo mejor y lo peor que
puede producir este país. El destino, antes tan cruel, le permitió gozar
de la alegría en el último tramo del camino, y él supo estar a su
altura, igual que siempre. Cada cual llora a sus muertos como puede,
como sabe, como se lo merecen. Yo lloro hoy la ausencia de Marcos Ana
desde el privilegio de haberle conocido, desde el compromiso que impone
su memoria y desde la tristeza de saber que no volveré a verle sonreír.
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