Ya no es propio tan solo del príncipe
o del político ser “un gran simulador y un gran disimulador”,
como quería Maquiavelo; esa es hoy la condición universal para
sobrevivir y, más aún, para medrar. Lo mismo en lo privado que en
lo público, los seductores se entregan en cuerpo y alma a
acicalarse, y acaban confundidos por su propia careta. Por mucho que
rasquemos, no hallaremos nada debajo.
Y puesto que nohay alma que vender al
diablo, traficamos con la imagen como su sucedáneo más aproximado.
Quien mejor se anuncie, quien sepa aplicar a sus fines los resortes
de la propaganda —aunque solo eso sea—, ese es el que triunfa. Es
algo que está casi al alcance de cualquiera: basta con dominar unos
cuantos tics, ciertos signos externos, hacer como que se cree en lo
que no se cree. Se trata, en suma, de apuntarse al mimetismo
colectivo y vestir el uniforme como normas insuperables de vida.
Frases hechas, poses, modas de todas clases, gestos estereotipados…
contribuyen a instalarnos en el reino de la imagen dominante. Y así
hasta que se imponga la nueva.
Desde estos carriles mentales, ¿qué
es lo que nuestra cultura censura como nefasto? Nada más que la
apariencia indebida.
Lo inadmisible no es que algo funcione mal, sino que así lo haya
parecido a muchos, que el fallo haya sido descubierto. Lo que debe
importar no es el escándalo de este o aquel partido, institución o
empresa (ponga el lector aquí los nombres propios que correspondan),
sino que su difusión acaree el temible deterioro de su imagen. No
anda lejos el sentido de esa frase por la que los partidos políticos
acostumbran hoy a manifestar a modo de autocrítica su fracaso
electoral: lo que pasa es que no
hemos sabido comunicar. Es
decir, nuestras ideas y programa eran lo correcto, pero ha fallado el
mensaje o su transmisión. Como en una estrategia de ventas, el “qué”
se comunica; la propuesta no se justifica por su contenido sino por
su continente o envoltorio. Entonces, ¿a qué se llama cambiar algo?
No a transformar la realidad —¡como si hubiera otra posible—
sino tan solo a cambiar su imagen. No es cuestión de tocar lo que
las cosas son, sino el modo como las percibimos, la idea que nos
hacemos de ellas. Son los aparatos de propaganda los que deben
hacerlo mejor. A partir de aquí, cualquier técnica de manipulación
y coerción de las conciencias (categorías, valores, gustos) está
justificada. Al reducirla cada vez más a política de imagen, la
política se degrada a cosmética, como ya había anticipado el viejo
Platón.
Aurelio Arteta, Tantos
tontos tópicos, 2012
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