lunes, 4 de marzo de 2024

COMENTARIO DE TEXTO PARA LA SEMANA DEL 11 DE MARZO

Leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir. No sabría decir qué es más orgánico, más íntimo, más necesario. Los clásicos lo tenían claro: primero vivir y después filosofar. Pero sucede que hoy los más refinados creen que comer es también una filosofía y mastican lentamente los alimentos pensando en su naturaleza ontológica, imaginando el largo camino que han recorrido hasta llegar a la mesa. Alguien sembró la semilla, regó las hortalizas, podó los frutales, salió de madrugada a pescar, apacentó el ganado. Alguien llevó todos esos productos al mercado. Alguien los cocinó con amor y sabiduría, con la cultura culinaria que arranca del neolítico. Los que comen así tratan de convertir también la sobremesa en un ejercicio moral, casi místico y no necesitan ninguna enseñanza de tantos masters chefs insoportables. Por otra parte existen lectores exquisitos que leen buscando en cada libro la isla del tesoro y siempre encuentran el cofre del pirata. Hasta hace bien poco ningún artilugio se interponía en esa placentera navegación de los sueños que a través de las páginas de los libros se eleva hasta el cerebro y tampoco ningún cocinero mediático perturbaba el trayecto que los alimentos naturales recorrían del plato al estómago. Pero hoy la cocina y la lectura están cambiando de sustancia. La cocina ha caído bajo la dictadura de los masters chefs que ejercen el papel de intermediarios del gusto con sus platos estructuralistas y la lectura se ha instalado en soportes digitales que imponen sus reglas al pensamiento con sus múltiples aplicaciones. Los artilugios informáticos exigen una lectura rápida, breve, fragmentada, superficial, líquida e inmediata. Los nuevos cocineros te obligan a admirar sus instalaciones artísticas en el plato sin preocuparse de lo que suceda después en el estómago. Así están las cosas.

(Manuel Vicent, “Comer, leer”, en El País, 29/05/2016)

COMENTARIO DE TEXTO PARA LA SEMANA DEL 6 DE MARZO

En una cárcel de su pueblo natal, Orihuela, ha muerto Miguel Hernández. Ha muerto solo, en una España hostil, enemiga de la España en que vivió su juventud, adversaria de la España que soñó su generosidad. Que otros maldigan a sus victimarios; que otros analicen y estudien su poesía. Yo quiero recordarlo.

Lo conocí cantando canciones populares españolas, en 1937. Poseía voz de bajo, un poco cerril, un poco animal inocente: sonaba a campo, a eco grave repetido por los valles, a piedra cayendo en un barranco. Tenía ojos oscuros de avellano, limpios, sin nada retorcido o intelectual; la boca, como las manos y el corazón, era grande y, como ellos, simple y jugosa, hecha de barro por unas manos puras y torpes; de mediana estatura, más bien robusto, era ágil, con la agilidad reposada de la sangre y los músculos, con la gravedad ágil de lo terrestre: se veía que era más prójimo de los potros serios y de los novillos melancólicos que de aquellos atormentados intelectuales compañeros suyos; llevaba la cabeza casi rapada y usaba pantalones de pana y alpargatas: parecía un soldado o un campesino. En aquella sala de un hotel de Valencia, llena de humo, de vanidad y, también, de pasión verdadera, Miguel Hernández cantaba con su voz de bajo y su cantar era como si todos los árboles cantaran. Como si un solo árbol, el árbol de una España naciente y milenaria, empezara a cantar de nuevo sus canciones. Ni chopo, ni olivo, ni encina, ni manzano, ni naranjo, sino todos ellos juntos, fundidas sus savias, sus aromas y sus hojas en ese árbol de carne y voz. Imposible recordarlo con palabras; más que en la memoria, “en el sabor del tiempo queda escrito”.

Después lo oí recitar poemas de amor y de guerra. A través de los versos –y no sabría decir ahora cómo eran o qué decían esos versos–, como a través de una cortina de luz lujosa, se oía mugir y gemir, se oía agonizar a un animal tierno y poderoso, un toro quizá, muerto en la tarde, alzando los ojos asombrados hacia unos impasibles espectadores de humo. Y ya no quisiera recordarlo más, ahora que tanto lo recuerdo. Sé que fuimos amigos; que caminamos por Madrid en ruinas y por Valencia, de noche, junto al mar o por las callejuelas intrincadas; sé que le gustaba trepar a los árboles y comer sandías, en tabernas de soldados; sé que después lo vi en París y que su presencia fue como una ráfaga de sol, de pan, en la ciudad negra. Lo recuerdo todo, pero no quisiera recordarlo... (Octavio Paz, Las peras del olmo, 1957)

jueves, 25 de enero de 2024

Comentario resuelto 29 de enero

Recuerdo bien a ese alumno que tuve hace una década; me contó que había sido un directivo de agenda colapsada, pero que la vida lo paralizó con un ictus como infausto regalo a los cuarenta. Al año siguiente de la tragedia, tartamudo y verbalmente desarmado, estaba dándose una nueva oportunidad en un aula de la Facultad de Filología, estudiando entre compañeros de mesa que no sobrepasaban la gozosa juventud de los veinte años. Al terminar la época de los exámenes y viendo llorar a una compañera por una nota, me dijo: «Cuando los veo llorar por un examen, siento envidia de sus lágrimas».

El pecado de la envidia está muy mal visto y hay consenso teológico y social en que perjudica a quien lo padece. No obstante, es más absoluto en su definición teórica que en su plasmación real. La Edad Media alternaba envidia con invidia, una palabra que se acercaba bastante al aspecto del étimo (in-videre: mirar con malos ojos); los hablantes fueron paulatinamente poniendo la palabra a jugar con todo tipo de matices, refinaron las formas de mala mirada que acarrea la envidia. Idearon la forma de nombrar a la envidia sin bilis, esa que llamamos «envidia sana» y que nuestros antepasados, más píos, denominaban «envidia santa» buscando como nosotros un modo de blanquear la oscuridad del sentimiento. La envidia entró en expresiones hechas como comerse o estar verde de envidia y generó numerosos refranes; de hecho, hoy, cuando ya hemos olvidado qué era la tiña, sabemos que esta enfermedad existió precisamente porque la hemos ligado a la envidia. Incluso se ha adoptado la palabra alemana Schadenfreude para designar con sentido técnico el malicioso placer que podemos sentir ante el mal ajeno.

Sí, pocos pecados han sido lingüísticamente tan productivos como este. Sin embargo, tanta variedad léxica no me ofrece una etiqueta que colgar a la envidia que siento ahora, que podría llamar «retroenvidia», porque se proyecta sobre mí misma en mi tiempo pasado más inmediato y lo codicia, como el nublado al celeste del que proviene. Yo miro al mes de febrero de 2020 con los ojos entornados de retroenvidia por su normalidad sin pandemia: no puedo pensar en ese tiempo tan cercano sin que sea iluminado por el oscuro rayo de este pecado. Y esa es una penitencia añadida a mi nueva normalidad. (Lola Pons Rodríguez, «La envidia», EL PAÍS, 19/08/2020)


AQUÍ DEJO UNA POSIBILIDAD DE SOLUCIÓN PARA ESTE TEXTO:

1a. Reflexión sobre la envidia y sus matices. Su estructura es inductiva puesto que la idea principal se encuentra en el último párrafo: tras un primer párrafo en el que parte de una anécdota y un segundo en el que se analiza el origen y usos de la palabra, en el tercero la aplica a una situación concreta de hace cuatro años.

1b. Se trata de un texto escrito en prosa, que consta —como acabo de señalar— de tres párrafos. Hay alguna cita entrecomillada (línea 6), y un paréntesis y algunos términos en cursiva que sirven para poner de manifiesto el metalenguaje.

En el plano fónico tiene una entonación enunciativa.

En cuanto al léxico-semántico, quizás lo más llamativo de este escrito de Lola Pons —reconocida filóloga— es que está atravesado por la palabra que le da título: hasta en 13 ocasiones se utiliza la palabra «envidia». Por otro lado, se puede hablar de dos campos semánticos importantes: el de la lingüística («definición, nombrar, matices, expresiones, refranes») y el de los sentimientos («envidia, codicia, bilis, llorar»). También aparece el de la edad o el tiempo en el primer párrafo. Estos campos vienen acompañados de elementos valorativos («gozosa juventud, penitencia, oscuro rayo, malicioso, píos») que acentúan el carácter subjetivo, y por tanto argumentativo, del texto. El registro utilizado por la autora es estándar, con algún matiz formal («étimo», «variedad léxica», tecnicismos del ámbito de la lingüística). Hay una locución de nuevo cuño: «nueva normalidad», que dio mucho que hablar en 2020. Asimismo, hay un neologismo: «retroenvidia» y una palabra de origen alemán, cuyo significado se aclara al finalizar el párrafo dos. Esto me lleva a llamar la atención sobre la importancia de la función metalingüística, particularmente en ese párrafo.

Si pasamos al plano morfosintáctico, conviene apuntar el uso de la primera persona ya desde la primera palabra: «Recuerdo», tanto singular como plural («yo miro, llamamos, hemos olvidado»), lo que refuerza las funciones expresiva (manifestación del pensamiento de la escritora) y apelativa (plural inclusivo con el que trata de hacernos partícipes a los lectores de lo que está diciendo). Los tiempos verbales más usados son el presente y el pretérito perfecto simple de indicativo. Los periodos oracionales no son demasiado extensos, excepto en el segundo párrafo.

El plano pragmático-textual confirma que la cohesión del texto viene dada por varios factores: en primer lugar, los marcadores («no obstante, sin embargo»); también las deixis (externas: «ahora, hoy», que hacen referencia al tiempo en que se publicó: año 2020; o internas: «esa», en la penúltima línea, catafórica, que hace referencia a penitencia, o «lo», segunda línea, anafórica, que remite a alumno); y la múltiple repetición de la palabra que da título al texto.

En cuanto a los elementos estilísticos, encontramos alguna metáfora, como cuando dice «blanquear la oscuridad del sentimiento», o alguna comparación: «como al nublado el celeste del que proviene». Sí llama la atención del oxímoron: «infausto regalo», que resulta chocante por lo paradójico de lo que propone y la antítesis: «blanquear la oscuridad». Pero no es un texto que abunde en estos elementos, puesto que la autora hace un análisis filológico de la cuestión, situándose fuera de ella, como una científica de la lengua.

1c. Por todo lo expuesto anteriormente, se puede concluir que se trata de un texto argumentativo, con algo de narración en el primer párrafo, y exposición en el segundo: explicación de la etimología y usos de la palabra envidia. En cuanto a la tipología, es periodístico porque apareció publicado en El País, en agosto de 2020, en plena pandemia; y por su extensión —no es excesivamente largo— podría tratarse de una columna.

2. El texto de Lola Pons comienza contando la anécdota de un alumno suyo que tuvo que reinventarse después de sufrir un ictus y usó el término envidia en una frase. A partir de ahí, hace una reflexión sobre la envidia desde sus orígenes etimológicos hasta las expresiones en que se usa. Y concluye haciendo una aplicación vital de la envidia: la que siente por la época prepandemia de febrero de ese mismo año.